-“Pero tu peeeelooooo, ¡Ay que cosa tan fatal! …”- evoca una sonrisa a los labios de mi madre, mientras recrea en la mente figuras un tanto borrosas de aquellos años guardados en un escondite especial, recuerda entonces la salida del colegio, el timbre ruidoso que la anunciaba y los carritos de golosinas en la puerta , que esperándola afuera, iban repletos de melcochas con uno o dos generosos pedazos de maní tostado, la popular “jalada”, dulce y tan elástica, disponible en un par de sabores y colores nacionales: sabor a leche y sabor a fresa , las siempre famosas y degustables manzanas acarameladas, y hasta el Chocomel, un peculiar dulce hecho de un tipo de chocolate de una textura inigualable, terror de la tos ocasionada por comer con impaciencia, y de los uniformes color rata, aquellos tan originalmente dispuestos por el recordado Juan Velasco Alvarado, en un intento de “democratizar las clases sociales”, que en algún momento seguramente hasta alegró a la abuela, pues resistía al lavado y al trajín y travesuras de los colegiales. Mi madre recuerda con cierto desagrado aquella imposición “democrática” pues sin mas reparo desplazó a su tan preciado y más simpático uniforme azul marino, compuesto de un jamper de faldita plisada hasta encima de la rodilla (no como el anti-colegiala muestra un poquito las piernas del uniforme único), una blusita de cuello en V y una boina con la insignia del centro educativo.
Son seguramente las miles de canciones de aquellos años, artistas famosos, películas y hasta la época del primer amor, detalles que hicieron olvidar aquello cotidiano que era ir de casa al colegio, retornar del colegio a casa, las tareas, exámenes, trabajos manuales, llamadas de atención de los profesores, notas buenas y notas malas; y pensando y contándome cada una de las cosas de su infancia, pubertad y adolescencia, se nos viene de nuevo a la cabeza y provoca cantar, esta vez a ambas:
“Se para de puntas como un puerco espín
Parece la estatua de San Peluquín
Ni tres peluqueros te alcanzan a ti
Con peines de acero y sierras sin fin…”
Pensándolo y tratando de recordar mis añorados y siempre mencionados en sueños “Años de colegiala”, intento recordar los horarios en clase, la salida a la una de la tarde en primaria y a las dos menos cuarto en secundaria, y al escandaloso y tan esperado timbre que se encargaba de anunciarla; guardar los lapiceros de colores, que obligaban a la palma de la mano diestra a mancharse de tinta, al cuaderno cuadriculado de cien hojas con dibujos alusivos después de cada tema, listo para ser presentado el día de “revisión de cuadernos”, cuchicheos con las comadres al cruzar el dintel de la puerta marrón del salón y el apresurar un tantito los pasos para recoger, ya no de la mano (porque no es mas una niña pequeña) a la por siempre hermanita menor, para luego en las afueras “del cole”, encontrar que nos espera sobre la vereda, un enorme plástico azul con un sinfín de folletitos con tapas de letras fosforescentes y fotos en mala definición, que anuncian grupos de la época con el repertorio de canciones que alborotan el momento de la muchachada, para las más pequeñas, bolsas diminutas de plástico con una bolita multicolor y 3 pares de yaxes, muñecas de plástico de 15 cm de pelo rubio y figura escultural imitando a Barbie, con ropa hecha de retazos de tela (o tela hecha en retazos de ropa), cuadernos pequeñitos de hojitas perfumadas, lápices tan grandes como el antebrazo de una niña de seis años, estuches de lapiceros de colores con tinta olorosa a “chicles” y demás, nos detenemos y después de mirar, comprar y recordar la letra de la canción que más nos gusta, la lengua se afloja y…:
“Pero el planeta
gira, gira a la derecha
y cada vez ya la noche es mas tibia
sin amor se enfría
no tengo un hombre ni a Gael García
me siento tan vacía
a ver, a ver, que pasa en el siguiente día...”
Entonces, después de haber trenzado palabras para contar vivencias maternales y propias, decidí visitar al edificio ese, que me vio corretear con la mochila a la espalda durante once años, crucé la puerta metálica y guinda, y ya en el interior me sentí como un ser extraño pintado en sepia entre tanto bullicio de colegiala actual, faltaban 10 minutos para la salida así que decidí sentarme a esperar, en el transcurso se escenificaron las típicas escenas de las nenas de la “Promo del Año Pasado”, saludando a cuanta gente conocían ahí con aires de chicas casi-casi universitarias y las de los galanes con hormonas en efervescencia esperando a sus actuales, futuras o por un tiempo soñadas “señoritas-enamoradas” en la puerta.
Cuando al fin tocó el dichoso timbre de salida se ven a las niñas con el pelo recogido en cola de caballo (tal y como fue mandado desde tiempos inmemoriales), el uniforme guinda a cuadritos, mochilas inmensas a la espalda, en algunas, saltos bailarines que cruzan el dintel de la puerta, los anteojos “poto de botella” de las que aparentan ser nerds de la clase, la mirada de la niña que busca y se dice a sí misma :- ¿Dónde estará mi mamá?-, a la niña gorda que saca apresuradamente de la mochila lo que no pudo comer en el recreo (¡Tan corto!) y a la nena “chupamedias”, como se decía en mis tiempos (creo que aún se usa la terminología), saliendo del brazo de la profesora amada.
Muchas cosas no han cambiado, algunas solamente modificado, y otras tantísimas como mi querido uniforme color rata (que tuve la dicha de usar los tres primeros años de la primaria), quedaron en la caja de recuerditos “Dos por un sol cincuenta” de muchas personas que como yo, hace ya bastante tiempito dejaron de llamarse escolares.
Con las manos en el bolsillo me alejo por la vereda, cuando a lo lejos se escucha cantar y casi gritar en voces juveniles:
“Tu Angelito soy yooooooo,
tu amor bendito soy yo, un regalito de Dios.
Tu angelito soyyyy yooooo,
Tu amor bendito… "